Skip to main content

Lo que le faltaba por ver. A sus 65 años, después de una vida laboral exitosa levantando una empresa de la nada, con muchos sudores y penurias, con más de 300 empleados en la empresa bandera del grupo y otros 200 en varios negocios, con sacrificios personales que no siempre le compensaron, con un sentimiento de justicia social que le hacía pagar religiosamente sus impuestos sin escuchar las propuestas creativas para optimizarlos, a sus 65 años  solo le faltaba tener que discutir con su Director General una propuesta de coparticipación de los sindicatos en la gestión de la empresa. Definitivamente este hombre tenía síndrome de Estocolmo o había comprado material dudoso a un camello nuevo, o había perdido la chaveta; podía afirmarse sin temor a equivocarse que no tenía el don de la oportunidad por planteárselo a él justo cuando estaba dejando de fumar y siguiendo la enésima dieta que su esposa le obligaba a hacer. Y encima a él, que se consideraba un paladín de tratar a todos sus empleados con justicia y equidad, que sabía sus nombres y sus vivencias, que afirmaba orgulloso que sus trabajadores estarían mejor representados por él que por un comité de empresa siguiendo las instrucciones de un sindicato de clase. Sí, lo había mandado a escaparrar, donde se merecía por semejante propuesta, aunque, si era honesto, quizás le faltó dejarle explicarse un poco. Y se regocijó imaginándoselo mientras se afanaba en consultar el significado del palabro en el diccionario aragonés-castellano.

Como el día solo podía ir a peor, se comió con remordimiento un croissant de chocolate y consultó la palabra que había anotado en la agenda durante la discusión: mitbestimmung, que traducían por co-gestión o co-participación de los representantes de los trabajadores en la toma de decisiones de la empresa. Lo dicho, todo iba a peor. ¿Tenía que darles información de sus iniciativas estratégicas para que se lo dijesen a sus colegas de otras empresas? ¿Tenía que discutir de adquisiciones con algunos de ellos que, con el debido respeto, no tenían el nivel ni para asesorar ni para entenderlo incluso? ¿O desvelar sus debilidades financieras para que cunda la preocupación entre los empleados? No podía ser, algo se le escapaba. La co-gestión estaba instaurada en muchos países, si bien el que todos tenemos en la cabeza es Alemania, donde es obligatorio para empresas de más de 500 empleados, y con mucho impacto en las de más de 2000, o de menos en sectores específicos como el acero o el carbón; no reemplazan al Consejo de Administración y se constituyen como un Comité de Vigilancia. Pensó que era una moda reciente, pero resultó que llevan más de 50 años con el modelo…y no ha pasado nada, más bien al contrario, puesto que Alemania sigue siendo la locomotora de Europa.

Bueno, pero el hecho de que hubiese precedentes no significa que vaya a funcionar aquí que tenemos un modelo de relaciones laborales muy diferente, y constatando que el nivel promedio de los representantes no es excelso; seguro que en Alemania son gente bien preparada, capaces de interactuar con directores de igual a igual, o incluso puede que fuesen directores los representantes elegidos para ese rol. No se imaginaba a Pedrito o a Leti, la que dormiscaba en las reuniones, discutiendo sobre estrategias de inversión o apalancamiento de capital. Aquí tuvo que recurrir a su amigo K., con experiencia de primera mano, que le contó una historia totalmente diferente: representantes de diferentes niveles, todos conjurados en pos de la viabilidad de la empresa, sin agendas ocultas y muy concienciados de quién era su empleador sin obviar el sesgo de pertenencia a un sindicato, pero nunca un freno o una fuente de pérdida de información. No se lo creía: él pensaba que la mayoría eran unos bocachancla incapaces de entender el sentido de la palabra confidencial y que pensaban que el modo Las Vegas (sí, el deber de sigilo de las deliberaciones) tenía que ver solo con casinos y tragaperras.

Otro croissant. Bueno, quizás podría hacer un ejercicio de empatía y reconocer que en los últimos años habían aparecido una serie de representantes (qué lejos quedaban aquellos tiempos en que los llamaba sindicalistas con ánimo de insultar) más cualificados, con un discurso más sólido, sin gritos ni amenazas, interlocutores en positivo. Y pensó en X, un jefe de departamento que en su momento estuvo en la carrera para Director de Logística y que ahora, en el ocaso de su carrera, se había metido en el Comité, para protegerse dicen, pero con quién se podía hablar de cualquier cosa; además tenía mucho ascendiente sobre sus compañeros de Administración…Si pudiera encontrar tres o cuatro como él quizás podría funcionar.

Porque era innegable que sería ventajoso escapar de las discusiones a brazo partido sobre temas menores y poder hablar sobre otros temas que afectaban a la empresa y a todos sus trabajadores, tender puentes, conseguir aliados para la negociación posterior con el Comité y reducir conflictividad, contar con otros puntos de vista y opiniones diversas (que no le diesen la razón siempre a él como hacían casi todos los directores), mejora de la imagen pública, mayor grado de compromiso con los objetivos, avanzar potenciales problemáticas futuras, etc en fin, una serie de ventajas que valdría la pena considerar. Igual no era tan malo como parecía.

Con la subida de azúcar que le proporcionó otro croissant se dedicó a reflexionar sobre los contras. Tendría un coste, pero controlable si se reunían un par de veces al año; además los tiempos de las mariscadas y sus memes estaban acabados. ¿Y qué pasaba si no los podía controlar? Visto así parecía que estaba creando un sindicato amarillo cuando en realidad el objetivo era la vigilancia y la participación, y eso dependería de cómo gestionasen en su conjunto; según él, de la misma forma que los países tienen los gobernantes que se merecen, las empresas también tienen los comités que se merecen. Había otro punto de incertidumbre: los sindicatos de nuevo cuño, más populistas y con menor carga ideológica, que hacían parecer entes estables y cooperadores a los sindicatos tradicionales; era cierto que estos se habían tranquilizado, increíble para él si los comparaba con sus inicios hacía 40 años. Confiaba en que siguieran teniendo un rol preponderante, que recuperasen afiliados (las cifras dicen que menos de un 15% del total, muy escaso para mantener la maquinaria engrasada) y que se entregasen con deportividad a esa co-gestión.

Pero también había otras desventajas como la percepción de pérdida de autoridad si todo pasa por ese Comité de Vigilancia, o la ralentización de la toma de decisiones, un pero importante en el mundo VUCA, o el estancamiento si caen en una guerra de trincheras, o el incremento de costes si se produce una hiperprotección de los trabajadores antes que la debida protección de los intereses empresariales.

¡Un momento! ¿De dónde le había venido la inspiración a su director general para hablarle de esto? Aparte de las inquietudes intelectuales que pudiese tener, descubrió en la hemeroteca que esta discusión estaba en el debate público desde hacía varios años, si bien con baja intensidad; se pueden encontrar guiños en declaraciones de ministros, pero de forma sutil. No sabía qué formato adoptaría, pero parece obvio que esto debería estar consensuado con la patronal y los sindicatos y no dejarlo al albur de una decisión política exclusivamente; es lo que dictaba el sentido común, aunque ya se sabe que no andamos sobrados de eso en estos días. Tampoco habían fijado un horizonte para llevarlo a cabo por lo que podría parecer un globo sonda, aunque mejor estar preparados y reflexionar sobre ello.

Es bien sabido que la mejor forma de vencer la tentación es cayendo en ella; por tanto, se zampó el último croissant de chocolate y decidió llamar al director general. Por supuesto que no le iba a pedir perdón, faltaría más, pero él entendería que si le llamaba para hablar del tema es que merecía la pena ser explorado, quizás no copiando el modelo alemán – u otro – hasta que hubiese regulación, pero sí creando un grupo reducido bajo la apariencia de un consejo asesor. Era cuestión de probar y detectar si se obtenían o no los beneficios esperados.

Sonrió satisfecho hasta que se miró en el espejo y vio la mancha de chocolate en la solapa de su traje azul, inmaculado hasta ese momento. Y se dedicó a sí mismo el calificativo con el que había pensado limar asperezas con el Director General: ababol.